Engel & Völkers
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  • por Michaela Cordes

Patagonia – En los confines del mundo

Fotografía de: Australis

Inmensos paisajes glaciares rodeados de naturaleza virgen. La Patagonia es el destino soñado de todo aventurero. GG se ha embarcado en uno de los cruceros más espectaculares del mundo: de Ushuaia, en Argentina, vía cabo de Hornos, hasta Punta Arenas, en Chile.

Pasan unos minutos de las cuatro de la madrugada cuando me despierto con palpitaciones. Anoche, el Ventus Australis zarpó del puerto de Ushuaia, la ciudad más meridional de Argentina. En unas horas, doblaremos el cabo de Hornos. Hasta la apertura del canal de Panamá, en 1914, la ruta alrededor del extremo sur de Sudamérica, la chilena isla Hornos, era una importante vía marítima que se había la vida de más de diez mil marineros.

Miro por la gigantesca ventana panorámica de nuestro camarote doble, contemplando el mar cada vez más agitado. Rápidamente me pongo tres capas de ropa, cubro todo con el chubasquero que he traído de casa y me dirijo al salón de nuestro barco de expedición, que cuenta con un centenar de camarotes, casi todos ocupados. Tomando café con otros viajeros madrugadores, observo con ansiedad el tiempo a medida que nos acercamos al cabo de Hornos. Con mar en calma, podríamos desembarcar para visitar a la familia que vive en el faro, aislada del mundo. Pero con cada milla que avanzamos, el viento sopla con más fuerza hasta que las crestas espumosas se erizan repentinamente formando violentos remolinos de agua. La superficie del mar queda oscurecida por un velo de espuma grisácea.

La zódiac lleva a los pasajeros del Ventus Australis al pie del glaciar. Obligado: los gruesos chalecos salvavidas.

Tras una larga e incierta espera, a las siete de la mañana llega por fin el anuncio oficial por megafonía: «Desgraciadamente, no podemos desembarcar debido al viento de fuerza 14» (Nota de la redacción: Esto corresponde a una velocidad del viento de 150 km/h; la máxima jamás medida aquí es de 185 km/h).

Así que todos nos reunimos en cubierta para fotografiar el extraordinario paisaje. Me agarro con fuerza a la barandilla para mantenerme en pie. A mi alrededor, el viento arranca las gorras de mis compañeros de viaje. A lo lejos divisamos el moderno monumento dedicado a todos esos marineros que murieron en las implacables olas del cabo de Hornos: las alas estilizadas de un albatros, ya que, según la leyenda, los hombres que murieron aquí se convirtieron en pájaros.

Pasado un rato, invertimos el rumbo para dirigirnos hacia el canal de Beagle. Agotados por el fuerte viento y hambrientos, a las ocho acudimos al comedor Patagonia para desayunar. Unas horas más tarde desembarcamos en la tranquila bahía de Wulaia, situada un poco más al norte. Aquí vivía antiguamente la tribu indígena más importante, los yámana: un pueblo nómada y marinero, famoso sobre todo por sus canoas de abedul, que utilizaban para pescar y cazar lobos marinos. Debido a que siempre llevaban fuego consigo, los navegantes bautizaron el archipiélago con el nombre de Tierra del Fuego. Los yámana se extinguieron definitivamente a finales del siglo XIX, en parte por la persecución de los conquistadores europeos, en parte por las diversas epidemias que estos importaron.

La bahía de Wulaia fue antaño el hogar de la mayor concentración de yámanas, un pueblo nómada marinero. Solía llevar fuego en sus canoas, de ahí el nombre Tierra del Fuego.

Por la tarde desembarcamos por primera vez y emprendemos una caminata de diez mil pasos con un desnivel de 17 pisos (según mi iPhone). Ascendemos por el imponente bosque magallánico, donde crecen raras especies de árboles autóctonas como la lenga, el coigüe o el canelo y helechos. Llegados al mirador, la recompensa es impresionante: toda la bahía a nuestros pies y, a lo lejos, divisamos ballenas y sus características columnas de aire. De vuelta a bordo nos sentamos en la cubierta y seguimos disfrutando de este mágico espectáculo hasta el anochecer.

Después de una excelente cena —sobre todo para los amantes del pescado—, nos acostamos pronto. Con el barco fondeado en la bahía, la noche promete ser tranquila, aunque corta. A las seis de la mañana, el Ventus Australis zarpa en dirección al brazo noroccidental del canal de Beagle, donde se halla el glaciar Pía, incrustado en la cordillera Darwin. Al despertar, el barco está posicionado de tal manera que podemos contemplar desde nuestras ventanas la pared de hielo con más de cien metros de altura de uno de los mayores glaciares de Sudamérica.

«El mar es peligroso y sus tormentas terribles, pero estos obstáculos no son motivos suficientes para quedarse en tierra». Fernando Magallanes

Nos volvemos a poner los impermeables, encima, los chalecos salvavidas, y nos dirigimos en grupos hacia la popa, donde nos esperan las zódiacs que nos llevan al glaciar para emprender el ascenso desde la orilla. Cuanto más nos acercamos, más sentimos el frío que desprende la inmensa masa de hielo. De cuando en cuando oímos los crujidos y gemidos producidos por el desprendimiento de trozos de hielo; incluso los trozos más pequeños provocan este

Aprendemos que los glaciares avanzan entre cuarenta y cincuenta metros al mes y que el color del hielo depende de su composición y de la incidencia de la luz. Antes de llegar a nuestro puerto de destino, Punta Arenas, en Chile, y tras visitar otros dos glaciares —el Marinelli y el Águila—, nos desviamos a la deshabitada isla Magdalena, en el estrecho de Magallanes. Fue avistada por primera vez por Fernando de Magallanes, hacia 1519, en el trascurso de su expedición. La isla es famosa por su gran colonia de pingüinos. Durante un paseo observamos de cerca a estas graciosas criaturas, que comparten territorio con su peor enemigo: el skúa, un ave marina de gran tamaño.

En la deshabitada isla Magdalena visitamos al pingüino de Magallanes.

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